La vida social aquí es un completo desastre. He conocido a un puñado de personas: algunas de las que me caían mal ahora me caen bien, otras que de inicio me agradaban ya no las soporto. En general, no mantengo verdadera amistad con ninguna. La ausencia de un pasado común agota enseguida las posibilidades de comunicación, que se reducen a un intercambio de obviedades y bromas socarronas o de mal gusto. Aún no me he topado con nadie interesante en esta ciudad, o quizá es que todos andamos por ahí con nuestras máscaras de cortesía y costumbres, sin buscar ya nada salvo placeres efímeros y escurrir el bulto. Ocurre que las estaciones ejercen un influjo curioso que hace que a la vuelta del verano haya buena disposición para los planes espontáneos y la camaradería. A medida que pasan los meses, sin embargo, se va instalando un sentimiento apático y, en mi caso, de hartazgo. Las cosas vuelven a su lugar, como en un proceso de decantación, y los grupitos recuperan su dimensión original. Entonces me mantengo al margen, minimizando en la medida de lo posible el contacto. Para compensar esta anemia afectiva hay ciertos amigos que, desde la distancia, siguen reservándome parte de su tiempo. Esto es algo que empecé a trabajar minuciosamente incluso antes de mudarme, consciente de lo que el aislamiento en un entorno nuevo podría hacerme. La fórmula funciona, aunque ignoro cuánto puede uno mantenerse así, lanzando botellas a un océano benevolente que siempre arroja una respuesta de vuelta. Quizá tendría que tratar de encontrar otra solución más directa a este problema, pero a determinadas edades resulta complicado; acaso deba buscarme un hobby, apuntarme a clases de teatro o pintura, ideas que me hacen sentir aburrido y burgués. Noto que, si bien en mi juventud el impulso motivador era la búsqueda de lo extraordinario —mis viajes por el mundo, ciertas amistades y ambientes singulares— el gigante de la rutina acabó triturando esta idea, incluso llegó a convencerme de lo banal y lo frívolo de semejante estilo de vida. Comencé entonces a buscar la belleza en lo cotidiano, me convertí casi en un asceta. Empiezo a darme cuenta de la sutilidad de esta mentira: lo extraordinario seguirá siéndolo, el espíritu de aventura nunca muere. La idea de embellecer las pequeñas cosas del día a día no tiene en sí nada de malo, todo radica en el cómo: construir antihéroes, amoldarlos a un tipo de épica, reemplazar el desplazamiento físico por el viaje interior, tratando en definitiva de equiparar lo ordinario y lo extraordinario, de buscar el uno dentro del otro, ahí está el engaño. Pocos logran mantenerse en la senda de lo fuera de lo común, es un camino lleno de penalidades que requiere constancia y renunciar a muchas cosas. Hay una frase, ignoro su origen, que dice que la libertad es un animal solitario. ¡Qué días aquellos en los que seguir el rastro de estos animales era mi principal ocupación! Por primera vez en muchos años lo veo de esta manera, y no es que antes renegara de mi pasado, sino que lo aceptaba como algo naturalmente superado. Ahora, no obstante, me replanteo si haber dejado de ir en busca de lo extraordinario se trata de algo sobre lo que puedo decidir o si bien es otro puente quemado, consecuencia lógica del transcurso vital. Quiero creer lo primero. Me estoy rebelando.
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